Decía Bertolt Brecht en un poema recordando a Lenin que, frente a los que lo hacen una hora o unos años, sólo los más fuertes luchan toda su vida. Aquellos que conocieron a Alberto coincidirán en que su aspecto físico no incitaba a pensar que estuviera entre ese grupo de elegidos a los que loaba el poeta alemán. Nada más lejos de la realidad. Dentro de ese pequeño cuerpo escondía una determinación y honestidad que le dieron fuerzas para luchar por un mundo sin opresores ni oprimidos durante toda su vida, hasta que la enfermedad le apartó de la calle.
Porque la pelea de Alberto Manrique siempre estuvo muy pegada a la calle, a las de Pamplona, a las de Barañáin, pensando globalmente y actuando localmente, como decían los grandes maestros.
Los que vivieron los años 70 y 80 en Navarra saben de la pasión que llenaba la política en aquellos años, con decenas de partidos revolucionarios. En uno de ellos, la ORT, dio sus primeros pasos Alberto. Una militancia que, aunque ahora se recuerde con añoranza, no dejaba de ser peligrosa. El cambio de régimen no se había dado y, si se dio, fue precisamente por mujeres y hombres como Alberto, que desde la segunda fila, entrando y saliendo de la cárcel, con labores logísticas de todo tipo, hacía que los folletos que se lanzaban en la calle pudieran reproducirse, que la propaganda tuviera buen escondite, que el altavoz que iba a utilizar la cara visible de la organización estuviera listo, que las banderas rojas que tenían que inundar las calles tuvieran todas sus palos preparados…
Esa labor, que desarrolló tanto en la ORT como en el Partido Comunista de España al que llegó posteriormente y en el que se quedó hasta su fallecimiento el pasado miércoles, no le impidió, como es obvio, tomar parte en los acalorados debates que durante estas décadas se han desarrollado en la izquierda navarra. Y tras esos debates y votaciones, ganara o perdiera su propuesta, a seguir arrimando el hombro. A seguir llenando las calles de Pamplona, Burlada, Barañáin y las que hicieran falta con banderas republicanas, con carteles rojos. Lloviera o hiciera calor, solo o acompañado, siempre estaba Alberto al pie del cañón, con su pequeña escalera al hombro para poner la tricolor bien alta.
No había tarea ni demasiado pequeña ni demasiado grande para él. Camarada de la vieja escuela, ni miraba al pasado con nostalgia ni a los jóvenes por encima del hombro. A ellos se unió en los primeros días del 15M cuando ‘otro mundo’ parecía más posible que nunca, o a las Marchas por la Dignidad que llevaron a Madrid el grito de rabia de la clase trabajadora. Antes, había tomado parte en los primeros pasos de Izquierda Unida, de Izquierda-Ezkerra, de la Unión Cívica por la República o de la Junta Republicana de Izquierdas.
En los últimos meses, no había manifestación, ‘pegada’ de carteles, reunión o fiesta en la que saliera su nombre entre sus camaradas. Su recuerdo, sus enseñanzas, esas pequeñas grandes historias que guardan los militantes indestructibles como él, se han hecho ya imborrables.
Hoy, le despedimos, sabiendo que si Navarra es un sitio un poco mejor, lo es porque personas como él eligieron el camino difícil, casi estoico, de la lucha constante y diaria por un mundo más justo, igualitario y solidario.
Un adiós que, siendo eterno, no lo es, Alberto. Porque como dejó escrito otro militante navarro del PCE, Fernando Gómez Urrutia, en un bello poema dedicado a sus compañeros fusilados, “cuando las luces de brillante aurora ahoguen la noche del terror, marcharemos juntos”. Gracias, camarada. Hasta la victoria siempre.